El 6 de agosto de 1973 era un lunes caluroso, cuando Stevie Wonder avanzaba por una autopista en un coche alquilado, un Mercury Cruiser. Tenía solo 23 años, pero su nombre ya resonaba en todo el mundo de la música. Llevaba tres días promocionando su nuevo álbum, Innervisions, una obra que prometía cambiarlo todo. Iba adormecido en el asiento delantero, con los auriculares puestos, escuchando las mezclas finales de sus canciones, dejando que la música llenara el silencio de la ruta.
El coche era conducido por su primo, John Wesley Harris, mientras el resto del equipo seguía de cerca en otros dos vehículos. Los troncos que llevaba un camión adelante se balanceaban ligeramente, ajenos al desastre que estaba por ocurrir.
La parte trasera del remolque se estrelló contra el parabrisas del Mercury Cruiser. Los cristales volaron como fragmentos de hielo, y un trozo de madera impactó con fuerza en la cabeza de Stevie Wonder. El impacto fue brutal. Su cuerpo, inerte, quedó cubierto de sangre, mientras los sonidos de la ruta se desvanecían en el caos.
Los que venían detrás se detuvieron. Gritos de horror y desesperación. El legendario Stevie Wonder estaba inconsciente, sangrando intensamente, su vida colgando de un hilo tan delgado como los fragmentos de vidrio que cubrían el asfalto.
El silencio de la ruta fue reemplazado por el estruendo de las sirenas.
El cantante estaba inmóvil. Su cabeza, cinco veces más grande de lo normal, yacía hundida en las sábanas del hospital de Winston-Salem, como si fuera un cráneo antiguo, deformado por el paso de los siglos. Nadie podía reconocerlo. Nadie, excepto Ira Tucker, su viejo amigo y director de gira, quien caminaba de un lado al otro, incapaz de procesar la idea de perderlo.
Los médicos no ofrecían muchas esperanzas. El coma en el que había caído el cantante tras el impacto parecía interminable, un abismo del que no había signos de retorno. Pero Tucker no estaba dispuesto a rendirse. Sabía que Stevie vivía a través de la música.
“Recuerdo cuando llegué al hospital… hombre, ni siquiera parecía él”, contaría años después con la voz entrecortada. La piel de Stevie estaba cubierta de vendas, la respiración apenas audible, y su cerebro, adormecido, se resistía a despertar del coma en el que había caído tras el accidente de tránsito. Los médicos no daban esperanzas, pero Ira se negaba a aceptar un final tan cruel para su amigo. Tucker sabía de un único lenguaje que podría penetrar esa densa niebla: la música.
La primera vez fue un fracaso. “Le grité al oído, fuerte, como le gustaba escuchar las canciones. Pero no hubo ninguna respuesta”. Su amigo no se rindió. Volvió al día siguiente, y esta vez, desesperado, hizo lo impensable. Se inclinó sobre la cama, bajó la cabeza hasta el oído izquierdo de Stevie y, con voz decidida, cantó: “Higher Ground”. Ese track que acababa de lanzar Wonder antes del accidente. El single de su nuevo álbum, Innervisions. Las notas salieron de su garganta como un susurro cargado de esperanza y miedo.
Stevie no abrió los ojos. No habló. Pero ahí estaba, el leve movimiento de sus dedos, tamborileando sobre el brazo de Tucker. Un pulso de vida, siguiendo el ritmo de la canción. Era casi imperceptible, pero Ira lo sintió. Y fue suficiente. “¡Sí! ¡Yeeeeah! Este hombre se va a salvar”, gritó en la habitación vacía. “Nunca olvidaré cuando por fin tocó el instrumento nuevamente. Podías ver la felicidad propagarse sobre él”, afirmó Ira Tucker refiriéndose al momento en que trajeron uno de los instrumentos de Stevie al hospital.
El sonido de “Higher Ground” despertó el cuerpo adormecido de Stevie Wonder. Lo trajo de vuelta de una oscuridad que parecía definitiva. Un renacimiento a través de su propia música. Al recordar esos días, Stevie diría: “Escribí ‘Higher Ground’ antes del accidente, pero algo debió estar diciéndome que podía suceder algo, que debía estar consciente de muchas cosas. Esta es mi segunda oportunidad de vida”.