Agonía de la Escuela

Por: Sergio Armendáriz 

“…Una pandemia que “liquidiza” instituciones…” 

En medio del sonajiento tema AMLO y sus otros datos plasmados en lo que él considerará Tercer Informe, es indispensable enfocar el retorno reciente de México a clases presenciales. Bajo tal circunstancia y a la luz de los acontecimientos en todo el mundo debido a la pandemia, parece ser que la educación no necesita una escuela ni el aprendizaje necesita un aula, las imágenes viejas respectivas se van diluyendo aceleradamente con toda su carga de nostalgia, pero también con la vigilancia por parte del poder de una institución no pocas veces represiva, opresiva, que la hacía semejarse a otras estructuras institucionales similares pero efectivamente más rígidas, me refiero clásicamente al cuartel, al hospital, al psiquiátrico, verdaderas arquitecturas organizacionales concentracionarias construidas para la célebre operación de “vigilar y castigar”, desde los procedimientos disciplinarios en la visualización de una microfísica del poder, parafraseando al célebre filósofo francés Michel Foucault.

   Ciertamente en las escuelas, previamente en las aulas, considerando las características específicas de cada subsistema educativo, “han desaparecido los cuerpos”, desplazados por las realidades evanescentes de la virtualidad, la institución escolar se ha vuelto “líquida”, en ese sentido amaga con diluirse desvaneciendo a la vez sus viejas certezas de agrupación y socialización de los saberes y la cultura. Cuando la pandemia llegue a su fin, no será una nueva normalidad, sino una nueva realidad la que emerja. ¿Cómo se configurará el escenario educativo? ¿Qué haremos al regresar a las escuelas y universidades? ¿Cómo recuperaremos el tiempo perdido? ¿Desde dónde retomaremos o recuperaremos? ¿Daremos por pasado lo que vimos de manera online? ¿Qué estamos haciendo o deberíamos hacer las escuelas, directores y educadores? Puede ser entregando respuestas adaptativas, coherentes, efectivas, y equitativas a esta nueva realidad donde el poder estructurante del tiempo y el espacio que proporcionaba la escuela y el aula se ha disuelto. La forma de reaccionar a la pandemia por Coronavirus, es parte de la respuesta a la pregunta acerca del final de la escuela y de lo que esta significa, pero no lo es todo. Requiere reflexionar, discutir y construir una nueva respuesta a esta antigua pregunta: ¿Cuál es el sentido de la escuela?

   El conocimiento está en todas partes, repartido y distribuido. La escuela que enseñaba, los profesores que transmitían conocimientos y “pasaban la materia” no podrán volver, si vuelven, condenarán a sus estudiantes de por vida. La escuela de origen industrial, como templo y monopolio del saber descansa en paz. Se acabaron las asignaturas, esos nichos, reductos, y trincheras donde agazapados, pero sin movernos un metro, nos permitía a los docentes juzgar si los estudiantes eran dignos de aprobación, con suerte, si es que había tiempo y ganas de retroalimentar. El aula, entendida como sinónimo de clase, como espacio, puede desde ya registrarse en un acta de defunción. Si antes provocaba inquietud, temor salir de ella, o distanciarse de sus gruesos muros, en esta hora, el aula ordenada y orientada a una pizarra o telón es un lejano recuerdo. Comprobamos que el aula no es un espacio, sino una situación de aprendizaje, un momento donde se construyen experiencias memorables.

   Sin embargo, la disyuntiva o tensión de esta nueva que no normal escuela será la congruencia, compatibilidad y urgencia con la respuesta educativa relacionada a la dimensión tecnológica en conjunto con la dimensión ética. En la primera, las urgencias por abordar la creación y diseño de entornos virtuales de aprendizaje, la inteligencia artificial, la realidad virtual y realidad mental junto con la analítica de datos y la data science. La conectividad se convierte entonces en un derecho social que debe garantizar el Estado, y el uso de este derecho, una responsabilidad ineludible de la escuela. En la segunda, el convencimiento que si la escuela, los directores y profesores no intervienen en la reducción de las brechas sociales, contribuyen a mantenerlas y aumentarlas, en otras palabras, a reproducir la desigualdad. La justicia social, entonces, es un imperativo de la escuela y sus educadores, que se juega entre escuelas, al interior de estas y particularmente al interior de lo que será la posible nueva aula o sala de clases.

   Este nuevo escenario genera una gran responsabilidad en directores y educadores, porque las diferencias sociales se agudizan y exacerban. La escuela no cambia la situación sanitaria o política del país, pero tiene el deber de garantizar la continuidad del aprendizaje para no agudizar en el futuro las diferencias y segregación. En esta realidad, la colaboración entre los líderes escolares es vital para: priorizar los objetivos curriculares, crear grupos de trabajo y comunidades profesionales de aprendizaje, diseñar y compartir escenarios, construir planificaciones y cronogramas flexibles, principios que garanticen la estrategia, identificar los medios disponibles y realistas para proveer educación, conocer los roles, expectativas, competencias y salud de la comunidad docente, fomentar la comunicación y colaboración entre los estudiantes, entre otros, trascendiendo los viejos esquemas de simulación clientelar que se disfrazaban de actividades “colegiadas”, verdaderos reductos de mediocridad y complicidades diversas.

  Es en este escenario, donde puede anunciarse el fin o muerte de la escuela, tal cual la hemos conocido hasta ahora. Habrá que desear larga vida a la nueva escuela, esa que recién se asoma, heredera de la extinta, pero completamente diferente. Sin duda veremos su aparición clara, porque de hecho ya está entre nosotros. Su estreno será cuando volvamos a la visibilidad propia de la presencialidad en marcha.

   Con y sin pandemia, la Escuela será otra. 

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